FINITUM INFINITUM (Juan Carlos de Sancho).
FINITUM INFINITUM
El silencio es la veta llameante del lenguaje
Jeannete Clariond
En la mansión de los obsesivos vive un silencio del tamaño de un cerebro. Elude todo tipo de conversación, incluso cualquier actividad o gesto que pudiera delatarle: con el tiempo todo en él se ha convertido en una apariencia, también su inteligencia, convertida ahora en un arte intraducible.
Se mueve por dentro como un maestro zen y sin embargo es un pájaro con vértigo, el vértigo de estar ausente. Se acompaña por un ciprés y una nube. Piensa por ráfagas. Su problema es el cansancio, el estar. A las cabezas más íntimas les comenta: “no hay otra, no estoy muerto aún, pero esto se va acabando, finalmente soy el resultado de mi proceder, no hay más donde sacar. Hay que crear cuando se posee la mejor energía, cuando la idea es firme y nítida, el resto es Vanitas”.
Es una cabeza pulida, brillante. Dentro de ella habita el escoplo y el martillo, ahuecando espacios para que pueda entrar el viento otoñal, el silbido, el haiku, la hoja y la brisa. Una cabeza ahuecada para llenar de nuevo el vacío que queda después de haberlo pensado todo. Pasa un pájaro frente a la cristalera, un cuchicheo del tiempo.
Hay que perdonar a los que dan, cuenta el silencio que dijo un día Josefine Backer. Muchos procesos de creación conducen inexorablemente a procesos de destrucción personal, así que aquí me quedo, dice la cabeza hueca, añade tú lo que falta, interprétame, conviérteme en un autómata con tu voz y parecer. Esto es lo que supe, lo que quedó después de tanto trajín.
Pon sobre mi cráneo una colección de claveles rojos, de velas blancas, incienso, ofrendas y agua bendecida por tus manos. Después, con disimulo, sopla fuerte en mis orejas y dejaré que entren tus vapores invernales. Luego vete y comienza a volar. Piensa en mí mientras regresas a casa.
En la mansión de los obsesivos ocurrió este suceso desbordante. Todos escuchaban con auténtica devoción a la cabeza silenciosa, mientras cada cual iba pidiendo con fervor algún tipo de misericordia. Llegada la media tarde fueron retirados los artefactos florales con extremo cuidado. En la parte superior del cráneo quedó un ejemplar de vela encendida, llama que se fue extinguiendo despacio, como un libro a punto de terminar, ultimando palabras.
Varias horas después el taller quedó a oscuras. La cera ardiente se deslizaba por su propia penumbra. Crujía septiembre y apenas ya nada se podía ver. No doy para más –dijo la vela, al despedirse para siempre.
Juan Carlos de Sancho
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