Trampas en el silencio. Conmensuración, poesía y luz en las esculturas de Román Hernández (Sobre su exposición cuestiones ineludibles/ una poética del silencio). Sonia Díaz Corrales, enero 2016
Sonia Díaz Corrales
Santa Cruz de Tenerife, enero 2016
Si cada día caminas como por una viga en alto, y algo te distrae, es probable que caigas. Pero si ese algo convoca a tu ser interior, al funambulista que eres, al salto, a la pirueta, al vuelo sesgado y peligroso de ser tú mismo, y sales ileso, estás listo para escribir un poema, quizás sobre la muerte.
No necesito excusas para volver al tema de la muerte. Durante años me ha abrumado aquel verso que explicaba la muerte de forma casi optimista; “y la muerte no es la sed, es toda el agua”, de Fernando Javier León Jacomino. Me ha abrumado pensar, no en la muerte física, sino en la muerte como estado, como misterio, como inevitable final de vida, quién sabe si final de todo. En esta ocasión he sido convocada a esa reflexión por una exposición de esculturas de Román Hernández (1), que ya desde el título avisaba de su contenido poético: cuestiones ineludibles/ una poética del silencio.
Representar la muerte a través del arte, tiene antecedentes en todas las formas de creación artística, en todos los tiempos de la vida humana, en todas las culturas y en tantas maneras distintas como personas han tratado el tema, pero la originalidad de esta muestra ha logrado tener mi atención por más tiempo del que, lo admito, suelo dedicar a exposiciones, sin que pase a otros propósitos o me aburra.
Más allá del límite de las artes plásticas, la exposición entabla un intercambio, especie de affaire, donde la escultura se acerca con naturalidad a la poesía, a la filosofía y la música, y por extensión, al misterio. Lo que empieza siendo intercambio, termina siendo fusión, un difuminado perfecto. La pérdida de los límites entre géneros tampoco es nueva —en la literatura aceptamos la prosa poética, en la música el jazz sinfónico e incluso los poemas sinfónicos y en la danza encontramos infinidad de intrusismos valiosos—, pero la mezcla entre la escultura y la poesía, tal como la encontramos esta vez, es menos frecuente; la poesía está implícita en lo expuesto. Y no me refiero solo al uso de textos poéticos incluidos en las composiciones o al margen de las mismas, me refiero al singular y finísimo ámbito de la sugerencia, que resulta fácil de relacionar con el lenguaje tropológico, y donde lo escrito, cambia sustancialmente la interpretación de lo que vemos. Abordar la muerte desde el arte, implica también hacer aproximadamente el mismo periplo; tratamos la muerte que se ve desde la vida, una experiencia de la que está desterrada toda certeza, porque todo lo que sabemos de la muerte es nada, así que usamos la percepción de la filosofía, la tradición, la religión o incluso la de dos extremos como la ciencia y la poesía.
Si pudiera —puedo, sin dudas—, usar la palabra leer, para encontrar significados en estas esculturas, diría que yo leo en ellas poemas, versos sueltos, una oda creciente, poesía que se sintetiza y se concreta en ciertas repeticiones y se universaliza en el conjunto. Sin embargo es justo que se diga: no he visto esta muestra como simple espectadora, tampoco como crítica o especialista en artes plásticas. Yo soy una poeta, y siendo la poesía una actitud ante la vida, eso quizás explicaría que vea poemas donde otros ven huesos y calaveras, y luz donde otros ven una abundante parafernalia de tinieblas. No me disculpo por ello, entiéndase, hago la salvedad para que los que vean huesos y calaveras, tinieblas, no me juzguen mal.
Sé que reconocer ignorancia no está bien visto en ningún ámbito, menos en aquel donde se pretende opinar, pero tomo el riesgo en este caso, porque me limitaré a hablar de la poesía que se vela entre huesecillos, cráneos abiertos, una roldana de la que cuelga un cerebro de tono violáceo atado con una cuerda, pequeñas cajas, repisas, cajones y armarios, o una serie de cajas acristaladas como pequeños sarcófagos, que se convierten en homenajes a la música, a la pintura y la literatura. Sorprende en muchos casos la construcción de una orfebrería de cajas chinas, cuadros dentro de cuadros (2), poesía que se repite en las anotaciones al margen o de trasfondo, escritos con una caligrafía de rasgos extendidos, a veces inteligible o en latín, números romanos, versos, fórmulas matemáticas, secuencias que escapan a mi comprensión, como si de desentrañar un misterio se tratara: el misterio de la visión de la muerte que ha tenido un semejante.
Reunir estas obras con los textos seleccionados me parece un gran ejercicio de lucidez. Nada es gratuito en lo que se ha elegido, los aciertos se suceden cuando el artista escoge a Luis Feria, Antonio Gamoneda, Leopoldo Lugones, Emily Dickinson, Leopoldo María Panero y Jaime Siles, entre otros, para acompañarse.
Feria, sublime y sintético: La sombra del ciprés es casi paz; / si el tiempo da al morir detenlo aquí y ahora (3). Epigrama.
Gamoneda, agudo y fascinante: Sé que las uñas crecen en la muerte. No / baja nadie al corazón. Nos despojamos de nosotros mismos al expulsar la falsedad, nos desollamos y / no viene nadie. No /(4) … Sin título (fragmento).
Lugones, lírico y llano: Soñé la muerte y era muy sencillo: / Una hebra de seda me envolvía / y a cada beso tuyo / con una vuelta menos me ceñía, / (5) … Historia de mi muerte (fragmento).
Dickinson, inteligente y original: Morí por la Belleza — y me acababan / de ajustar a la Tumba / cuando Alguien que murió por la Verdad / fue recluido en la habitación de al lado —, / … Morí por la Belleza (6) (fragmento).
Panero, trágico y mordaz: ... dictándole poemas al recuerdo / dedicándole mi vida a la memoria / atroz de ser yo, ya sin pasado / ni futuro, porque el futuro / también huele mal, como el recuerdo /(7) . Sin título (fragmento).
Siles, musical y pródigo: Por la muerte se avanza muy despacio. / No se entra de lleno en su morada, / no se habita ni se cruzan sus campos: / se adivinan, se saben, se presienten, / (8). Expiaciones sin pecado (fragmento).
Todos enormes en este trance en particular.
Mención aparte, hago de esa especie de intercambio de roles, del poema “¿Cómo, muerte, tenerte miedo?”, de Juan Ramón Jiménez, donde se deja claro que la muerte solo existe porque nosotros la albergamos, la llevamos, seguimos vivos: ¿No te traigo y te llevo, ciega, / como tu lazarillo? ¿No repites / con tu boca pasiva/ lo que quiero que digas? ¿No soportas, / esclava, la bondad con que te obligo? / ¿Qué verás, qué dirás, a dónde irás / sin mí? ¿No seré yo, / muerte, tu muerte, a quién tú, muerte, / debes temer, mimar, amar?
Numerosos símbolos de la masonería y de la tradición judeocristiana, aparecen incluidos en una puesta en escena irreverente, creando una familiaridad irresoluta entre lo expuesto y el espectador, que sabe que esto lo ha visto antes, pero que no es así como se lo habían contado.
Si partimos de que el artista se confiesa agnóstico —lo expresa cuando se le pregunta al respecto de una fe—, y ser agnóstico es el resultado de un proceso intelectual de razonamiento, está claro que estos símbolos no son parte de confesión alguna, ni de adhesión a ningún tipo de logia u orden religiosa. Busca ser racional llevando a sus obras una parte que se sostiene en la ciencia, a pesar de que en el resultado expuesto hay una tendencia a acercarse a lo místico y mucha más subjetividad, espiritualidad y emoción de la que la ciencia y la razón, en todos los casos, suelen expresar.
Elementos de la masonería se mezclan en las composiciones como pinceladas o con meridiana claridad; plomadas, cruces diversas, el tablero de ajedrez, los ojos únicos y los instrumentos de medición: el compás, emblema de las ciencias exactas, abierto a 45º recuerda que aún hay que dominar la materia para encontrar la verdad (9) , la escuadra, que reduce a su amplitud de 90º la posibilidad de alcanzar conocimiento, dando por hecho el límite, y el uso de la geometría que convierte la simetría de los cuerpos, los objetos y los planos en un arte. El ritual de iniciación de los masones comienza justamente en un sitio aislado, haciendo una reflexión sobre la muerte y escribiendo un testamento — como el que se puede ver en esta exposición (10)—, donde se lega, en caso de morir, lo valioso hecho y alcanzado en la vida.
La tradición judeocristiana, en cambio, se mimetiza en cruces transgresoras, rodeadas en el pie de pequeños huesecillos y leyendas (11), y en comuniones que son principio y fin (12) de alguna búsqueda, de un tiempo de dudas acaso, y se concreta en las referencias a personajes y textos bíblicos, especialmente el de Job 7:7-14, expresión de la angustia por la dependencia del hombre y de su ciclo de vida / muerte, de la voluntad divina. Este texto aparece asociado a uno de los espacios que considero más fascinantes de la exposición y al que me gusta llamar recinto. Allí se instalan algunos de los símbolos que contienen la esencia de la reflexión acerca de la muerte que plantea toda la muestra.
En el exterior, como guardando la puerta, el artista ha colocado la obra “Érase una vez un escultor en su primera y última comunión”, un antes y un después, dos tiempos que convergen en el mismo hombre —y que de algún modo estarán también en el espectador, una vez atraviese la puerta del recinto—, le acompañan estos versos: Ni el hombre soy ni el niño aquel que era / …pues si giro hacia atrás con tacto abierto / la luz me apunta sin complejidades / que habitamos los dos el mismo muerto./, del poeta Pablo González de Langarika. Dentro de una cajita estilo botiquín, con puertas plegables, que permiten tener varias perspectivas de lo que contiene, una foto del artista cuando era un niño, en el momento de tomar la comunión, se desdobla en otra donde la cabeza del niño se ha convertido en la del hombre adulto que es ahora, ambas coexisten en el mismo cuerpo / espacio, del ser humano y de la obra de arte. En las manos de ambos, un crucifijo con la figura de Cristo crucificado. La comunión no es solo un ritual, es uno de los símbolos de la tradición cristiana donde con más fuerza convergen vida y muerte.
El origen de la muerte, en la historia bíblica, está en el jardín del Edén, donde había dos árboles: el árbol de la vida eterna, del que ya participaba el hombre, y el árbol del conocimiento del bien y del mal, sobre el que Dios le advirtió a Adán: De todo árbol del huerto podrás comer; / más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás. (Génesis 2:16-17).
El hombre, visto por la tradición judeo-cristiana, fue creado por Dios para ser eterno, la muerte fue una variación abrupta de su destino. Los pecados responsables de la muerte del hombre fueron la desobediencia —al mandato de Dios de no comer de aquel árbol—, y la soberbia —la idea de que comer de aquel fruto le haría igual a Dios en sabiduría—. La muerte y resurrección de Cristo —que se toman simbólicamente a través de la comunión—, le restauraron al hombre los beneficios que recibía del árbol de la vida: la eternidad, sin embargo, quedaba pendiente el fruto de aquel árbol del conocimiento del bien y el mal, la comprensión del misterio de la vida y la muerte, que si bien nunca le haría igual a Dios, compensaría su pérdida en Edén. Más allá de esta historia, el ansia de alcanzar sabiduría, descubrir todo aquello que constituya un enigma y obtener conocimientos, se ha convertido en una forma de vida y en una innegable fuente de poder, con la cual el hombre trata de emular a Dios. Pero a pesar de todo lo que ha logrado descubrir y conocer, sigue estado cautivo de sus muchas obsesiones: la duda, la inconformidad, la sensación de incompletud, las eternas preguntas sobre Dios y la trascendencia, y el cuestionamiento de la muerte, no ya como castigo al pecado, sino como hecho en sí.
La naturaleza de la muerte y su misterio es un reto que se vuelve hondura y belleza en la exposición de Román Hernández. Entremos entonces en ese recinto apartado, oscuro o simplemente iluminado con perversa inteligencia, para encontrarnos con “Nunc et in hora mortis nostrae [ahora y en la hora de nuestra muerte] Oyendo el réquiem de Mozart”(13) (Fig. 2).
Fig. 2. Nunc et in hora mortis nostrae [ahora y en la hora de nuestra muerte] Oyendo el réquiem de Mozart, 2014, técnica mixta (madera, resina acrílica, óleo / tabla), 84,6 x 20 x 68 cm.
Es importante entender que esta, aunque pueda parecer una composición más, no lo es, sino que constituye un extremo; el del lado oscuro, —respecto del otro extremo: el del lado de la luz, que es sin ninguna duda la obra “Armario de luces y sombras”(14) —. Esta oscuridad recrea un espacio para la duda, el momento donde la certeza se escurre por todas partes y el misterio de la muerte —toda la muerte, la desaparición total—, se hace manifiesto. La puerta única para entrar al recinto está cerrada con una cortina de tela oscura, dividida en dos paños, que en este contexto me recuerda el velo del templo de Jerusalén al morir Cristo —el templo judío de Jerusalén tenía dos espacios bien delimitados: el Lugar Santo, al que tenían acceso todos, y el Lugar Santísimo, al que solo podían entrar los sacerdotes una vez al año, después de ser debidamente purificados. Estos espacios estaban separados por un grueso velo que al morir Cristo se rasgó en dos, convirtiendo el templo y el mundo todo en Lugar Santísimo—, no tengo ninguna certeza sobre esta intuición, pero si así fuera solo queda aceptar que dentro y fuera del recinto, hemos estado en presencia de Dios. Puede que en el espíritu de Adán, desobedientes y soberbios, deseosos de ganar sabiduría para ser como dioses, o en el de Job, cuestionando, pero resignados a la ignorancia de cada enigma, o puede que como el hombre postmoderno, instalados en la indiferencia y el menosprecio hacia todo lo que nos rodea.
Miro con el desconcierto que suelen provocar lo ignoto y lo profundo, y mucho de lo que veo escapa a mi comprensión racional, aunque en cierto modo esté dirigido a ella. Apelo entonces a otros instrumentos: la capacidad para recibir lo subjetivo y la supuesta sensibilidad especulativa del poeta —O poeta é um fingidor (15)—, porque el escultor se acerca a la muerte sin dramatismo, con el lirismo esencial de la poesía.
Los símbolos, que son en definitiva los que llevan el hilo conductor de lo que encontramos en el recinto oscuro, podrían definirlo como lugar de reflexión sobre la muerte o de comunión con ella, o plantear la dualidad de ser uno y otro a la vez o alternando. En las paredes, también de color oscuro, aparecen varias leyendas; la cita de Job 7:7-14: Cuando me digo: “En mi cama hallaré consuelo / el lecho aliviará mis gemidos”, / ¡tú me aterras con sueños / y me espantas con espectros!(16), y la letra de la Misa de Réquiem de Mozart: Dales el descanso eterno, señor, y que la luz perpetua los ilumine […] (17), ambas son oraciones, palabras que van dirigidas a Dios.
En la pared opuesta una cita de Cicerón: “[…] debe meditarse desde la juventud la idea de no darle importancia a la muerte: sin esta reflexión, no puede haber tranquilidad de espíritu. Es evidente que hay que morir y es incierto si hoy mismo.”/ . Abriendo espacio también a la racionalidad, a la que estamos, en cierta medida, abocados ante el misterio.
Frente a la puerta y al fondo, la obra que a mi juicio es el vórtice de toda la puesta en escena: “Nunc et in hora mortis nostrae [ahora y en la hora de nuestra muerte] Oyendo el réquiem de Mozart”. Con un cuadro de fondo donde se insinúan claramente tierra y cielo, en un pequeño pedestal, que se instala a su vez sobre una calavera, el artista coloca dos troncos, sus ramas sin hojas recuerdan árboles secos, en ellas cuelgan pequeños rótulos que indican un camino: resurget (subir, en latín, en el tronco del más ramificado), Creatura (criatura, también latín, en el tronco más mermado). La palabra que se coloca más alto es Réquiem. Todas las palabras y frases en los rótulos son parte de la letra cantada en la Misa de Réquiem de Mozart, y llevan este árbol que se trasmuta, transfigura, de modos distintos, repetido en una cantidad considerable del resto de las obras, a convertirse en otro símbolo, uno nuevo, que nos habla de algo más elevado incluso que la muerte en sí, interpretado de forma extraordinaria en la letra y música del Réquiem.
Estamos en el lugar a donde nos ha traído Román Hernández a reflexionar sobre la muerte, — ¿y la eternidad?—, sin que sintiéramos la necesidad de hacer resistencia.
Encima del cráneo recortado de una calavera, en la parte alta de la cabeza, donde antes estuvo el cerebro, ha colocado este árbol, se diría que es el sitio adecuado para aquel árbol del conocimiento y la sabiduría, de la ciencia del bien y del mal, un tanto desprovisto ahora, por el que el hombre ganó para sí y sus congéneres la muerte.
El árbol sube, como el Réquiem, y supera tierra y cielo; sobresale en sus ramas más altas, levemente, del marco que le sirve de fondo, revela la intensión de elevarse sobre lo humano y lo divino, dirigirse a otro estado donde la pureza, la fuerza, la belleza del Réquiem, su incesante súplica, nos puede llevar. Ya dije que nada es gratuito en esta muestra, no se explica en vano: “oyendo el réquiem de Mozart”, en el título de la obra, he probado a hacer el ejercicio de mirar la obra mientras escucho el Réquiem y constato que es especialmente gratificante.
“Ahora y en la hora de nuestra muerte”, llevaría un gran amén como remate, pero todavía quedan sugerencias en esta composición. Al pie de la obra, bajo la mandíbula de la calavera, el resto del conjunto sobre una especie de púlpito o mesilla alta de un solo pie; una cruz con una rosa de metal al centro, una plomada, una vela de color rojo y un gran libro misterioso con una singularidad: a diferencia de la mayor parte de los libros que se pueden ver en la exposición —Las Flores del mal, de Charles Baudelaire, El libro de los venenos, de Antonio Gamoneda, La poética del espacio, de Gastón Bachelard y muchos otros, todos íntimamente ligados al espíritu de la muestra—, este no tiene título ni autor. Tallado con precisión, solo lleva una letra R mayúscula, en un extremo del lomo, entre dos cintillos tan realistas que recuerdan ediciones de algunos libros muy antiguos.
Asumo un par de lecturas factibles de esta R; que conduce a un nombre: Román, y este es el libro de su vida, o, esta R corresponde a Réquiem y es el libro de su muerte, así el agregado de muchas calaveras diminutas, difíciles de ver a simple vista, que rodean la letra en cuestión estaría más justificado. La muerte sería una experiencia plena, acompañada de la música extrema y grandiosa de Mozart. Podría ser, incluso, la presencia de todo a la vez, la constatación de su eternidad: vida / muerte / vida, en su existencia y en su obra.
Este lugar apartado, de paredes oscuras, que invita a la meditación y la abstracción, al recogimiento, por los objetos que reúne y la mezcla de elementos, recuerda también la Cámara de las Reflexiones, donde los masones llevan a sus iniciados a meditar sobre la muerte.
¿Podría ser este recinto, una recreación muy libre, mínima, personal, de la Cámara de las Reflexiones o del Lugar Santísimo del templo judío en Jerusalén, partiendo de la gran carga simbólica que ambos encierran? ¿Es esta la fusión de ambos lugares, o es un lugar distinto, donde confluyen disímiles formas de búsqueda sobre la verdad de la muerte? Pero, ¿qué mimetismo puede haber entre estos sitios, fuera de que en ambos está el hombre en su mayor indefensión, desentrañando la muerte, acosado por ella y temiendo su misterio, en la más absoluta soledad?
Quizás la exposición completa es una recreación de ambos sitios de reflexión, donde nos encontrarnos con la muerte, pero también con esa parte de vida que seguro hay en ella. Quizá los dos lugares cohabitan en el espíritu de discernimiento de quien mira y del artista, en el inconsciente colectivo humano. Quizás está en mi mente y lo transfiero. La visión de la realidad es personal en todos los casos, en este en particular más aun. Incluso si el recinto no tuviera relación alguna con los espacios que me recuerda, y como tampoco contiene explícitamente ninguna Verdad, sino que solo invita a considerar la muerte, esa cuestión ineludible, como verdad final, y la duda como un punto de partida hacia cualquier certeza, aun así, resulta sobrecogedor y armonioso.
Estos y otros símbolos —los que reconozco, los que intuyo—, aparecen a menudo como leitmotiv, creando sensación de dependencia, analogía y continuidad entre todas las obras, hasta en las más distanciadas en apariencia. Un hecho es innegable; si encontramos esos detalles vinculantes, sin duda hilvanarían una historia de la pesquisa del hombre en la comprensión del misterio de la muerte.
Dentro de cuestiones ineludibles/ una poética del silencio, hay una historia que busca el equilibrio, el balance definitivo entre luz y oscuridad, entre muerte y vida, donde la poesía adquiere un nivel de protagonismo excepcional.
La luz, ese espacio donde la sombra retrocede vencida por el talento y la inteligencia, por la sensibilidad y la insinuación, se convierte en absoluto en algunas de las obras expuestas.
“Armario de luces y sombras”, es probablemente el más ambicioso de los montajes de la exposición, no solo por lo abarcador y lleno de poesía en cada detalle, sino por la variedad de referencias de todo género que podemos encontrar en su interior y su órbita, tantos y tan valiosos, que el artista decide testar ante notario, a favor de sus herederos, su contenido en su “Testamento ológrafo abierto”, original opción de ingenio e ironía mayor, que se expone junto al armario como una obra aparte, redactado a mano y firmado por el propio testador, desgrana minuciosamente el gran tesoro que contiene el armario. He aquí algunos de esos objetos, tal como se describen en el testamento:
Una manzana Golden seca o el fruto del pecado.
Dos hormas de zapatos para niño de la zapatería de su abuelo D. Antonio González Beltrán.
Un limón seco del huerto de su abuela Doña Sofía García Pérez.
Un hueso de ballena campaniforme erosionado y ligeramente carcomido recogido en una playa de la Bretaña francesa.
Una esfera platónica de madera de pino.
Una cajita con huesos de una mano y unos pequeños callaos recogidos en la playa de Zarautz.
Una caja de memoria que contiene una sucinta y compendiosa conmensuración, una escultura pequeña de madera de sabina, una plomada del siglo XVlll de su colección y un texto de Bruno Mesa titulado Diálogo entre Elena y Rusvan.
Una botella sin etiquetar y de dudoso contenido (¿de ponzoña?).
Un fragmento escultórico de cara que contiene la belleza.
Un fragmento escultórico de cara que contiene la bondad.
En otra parte del testamento se agrupan los que el escultor llama objetos portadores de palabras, todos libros:
-Un bello ejemplar de La Divina Proporción de Fray Luca Bartolomeo de Paccioli para los que deseen introducirse en la matemática místico-especulativa en torno al número áureo y entender la doctrina de los cinco cuerpos regulares.
-Un ejemplar de Aforismos de Friedrich Nietzsche que fue leído por el testador al pie de su tumba junto a la pequeña iglesia medieval de Roecken, situada en los confines de Sajonia, donde las gallinas campan a sus anchas.
-Un ejemplar de Las flores del mal de Charles Baudelaire. Para comprender cómo un poeta es objeto de sí mismo a través de la fábula, la ficción y el juego de palabras.
-Un ejemplar de Elogio del calígrafo de José Ángel Valente, que enseñó al testador cuánto de poética, de silencio y de religiosidad hay en la obra de arte.
-Un ejemplar de Gracias y desgracias del ojo del culo de Francisco Quevedo leído con mucho gusto en vuelo hacia Nueva York, recomendable para apreciar con sabiduría tan noble oficio.
-Un ejemplar de Movimiento perpetuo de Augusto Monterroso: Lo dicho “lo bueno, si breve…”
Junto al “Armario de luces y sombras” una leyenda reza: En caso de necesidad, ábrase. Por esta vez se abrió el Armario de Román Hernández, el más brillante de los puntos de luz de la exposición. En el interior del armario —paredes y puertas—, aparecen numerosos manuscritos, de los que me gustaría destacar el “Diálogo entre Elena y Rusvan”, de Bruno Mesa, un texto hermoso, filosófico, escrito con una caligrafía exquisita, junto a gráficos, dibujos infantiles y otros que, pareciera, tienen la capacidad de hipnotizar. Cada parte del armario y de los objetos en particular, trabajados en minucioso extremo, confluyen en este fin: una especie de concordancia entre poesía y luz.
Una alfombra roja llena de huesos diversos, como un camino, lleva hasta sus puertas, sobre los huesos otra leyenda: Si se yeba argo senbenena se guro, de nuevo la ironía, la hilaridad, lo coloquial, el juego, para desvestir el formalismo y la seriedad que se supone debería rondar a la muerte. El fetichismo que podría hacer que algún visitante se lleve algún “detalle” de la diversidad de lo expuesto, también encuentra otra lectura en esa inscripción; el alma se envenena cuando hacemos lo incorrecto.
En su contenido y su forma, también en sus extensiones, yo veo “Armario de luces y sombras” como un poema grandioso, lleno de sugerencias y rincones profusos como versos largos. Una abundancia que cuando parece que ya no puede sobreabundar se supera, sorprende y emociona. Veo su claridad alumbrarme en la apreciación del resto de las obras.
Román Hernández consigue llevarnos de lo grandioso, de la gran articulación de una obra como su armario, a otras casi mínimas, o minimalistas. Todas ellas puntos de luz, extrañas lámparas en el conjunto.
“Morí por la belleza y me acababan de ajustar a la tumba”. Un árbol torcido, retorcido, crece junto un muro, una de sus ramas se libera atravesando el muro, y fructifica. Para ello, pienso, esa rama ha tenido que ir hacia lo desconocido, pasando a través de lo desconocido, e imagino su miedo, su opresión, su dolor e incertidumbre para traspasar el muro y conseguir ese fruto único: ¿la libertad?, ¿la verdad?, ¿el conocimiento?, ¿la belleza? ¿Todos a una? ¡Qué importa! Ha logrado trascender, ser la visión de lo extraordinario que se quedará en la memoria de mis ojos hasta cuando ya no vean.
“¡Silencio!, suena el alma que partió y volvió”(18) . Esta alma blanca, sobre un pedestal pequeño, se hace de alargados girones, cintas de luz que dejan la impresión de ir deshaciéndose en el extremo más lejano. Y pienso en los que volvieron de la muerte, si fábula o verdad no lo sé, “si en el cuerpo, o fuera del cuerpo, no lo sé”, como dijo el apóstol Pablo (2 Corintios 12;2-4), refiriéndose a un alma que fue arrebatada hasta el paraíso, “donde oyó palabras inefables que no le es dado al hombre expresar”, pienso en esos que han sido arrebatados a sitios donde reina la muerte y volvieron, en ellos siento la fuerza arrolladora del espíritu humano, la vastedad de sus dones, y de nuevo veo la belleza, que se resiste a no ser, como perenne asidero a la vida.
“Eadem mutata resurgo”(19) (mutante y permanente, vuelvo a resurgir siendo el mismo). En un círculo mitad negro mitad blanco de trasfondo, delante del lado negro, se instala una cabeza blanca, le rodea un montón de moscas verdes y en un lateral del cráneo le crece un árbol, blanco también — ¿el mismo?—. Un aro en el lóbulo de la oreja lo humaniza, nos recuerda quién ha sido, porque vuelve siendo el mismo. Esta cabeza sobre fondo negro, ella y su árbol blanco, crean luz. La oscuridad en este lado del círculo, cuando la miro con fijeza, entra en pánico e ilumina.
Los homenajes dentro de la exposición traen una claridad diferente al conjunto de las obras que relaciono con la luz. El color de su luz interior genera una especie de melancolía que resulta difícil describir. Sabemos que la luz se define como una clase de energía electromagnética y radiante que el ojo humano tiene la capacidad de ver, pero los homenajes de esta exposición se acercan más al magnetismo que provoca la brillantez, que a la brillantez en sí. Tres homenajes me parecen dignos de un aparte:
“La fábula de Adán o el misterio de Magritte” (20) , homenaje al pintor surrealista belga René Magritte y a su pintura más conocida “El hijo del hombre”.
La pintura de Magritte, fue considerada por el propio autor un autoretrato que no contiene ningún simbolismo, pero resulta cuando menos ingenuo despojar de simbolismos una obra que desde el título se instala en lo simbólico. Cristo es nombrado El hijo del hombre ochenta y ocho veces en el Nuevo Testamento, título mesiánico que le instituía como salvador de la nación judía, a lo que se suman la idea tradicional de relacionar la manzana con el fruto del pecado y el vínculo entre pecado y muerte, que por Adán alcanza a todos los hombres y por Cristo es vencida. Todo lo anterior crea un espacio de ambigüedad entre lo que expresa el autor y lo que expresa la obra.
La manzana que cubre el rostro al hombre trajeado que usa a menudo Magritte, es el pecado borrando el rostro de Cristo, convirtiéndolo en Adán, en un hombre simple, que dejó de ser El hijo de Dios. Román transforma a ese Adán en un hombre cuyo rostro aparece cubierto por un ojo único, sin párpado, un ojo como el de Dios, omnisciente, que aunque oculta también el rostro y los secretos, se trasmuta en una ventana, la visión de quien cuestiona el mundo, el conocimiento, la historia, la muerte y hasta a Dios mismo. La cabeza que se instala sobre esta composición homenaje, expresa una emoción particular, honda, a través de las lágrimas que salen de sus ojos.
La grandeza del homenaje está en que, a pesar de usar los mismos símbolos, mientras el hombre de Magritte solo oculta su rostro y sus secretos, su pecado, el de Román se proyecta hacia el mundo, en la visión sobrehumana de ese ojo examinador. El homenaje a René Magritte se repite en otras obras de la exposición, el artista retoma el estilo de los fondos de los cuadros de Magritte, los hace suyos y les imprime un lenguaje nuevo, especialmente en la delimitación de los espacios que en segundo plano agregan a sus trabajos el componente de un ánimo melancólico y recóndito.
“A la música/ técnica mixta 2010”, complementa el homenaje que se hace a Mozart y a su Réquiem en el recinto oscuro.
De este homenaje en particular me apropiaría: una gran oreja y un pliego de partitura aparecen encerrados en una de las cajas acristaladas que recuerdan un cajón mortuorio. Me gusta imaginar que la oreja detrás del cristal es mía y que se ha quedado encerrada para siempre, detenida en la contemplación de lo sublime de la música, en la eternidad de la muerte, con las Variaciones Goldberg, de Johann Sebastián Bach, interpretadas por Glend Gould, o con los Nocturnos, de Frédéric Chopin, interpretados por María João Pires. La muerte sería un mal menor, sobrellevable, en esta forma.
El último de estos homenajes, es el que el artista hace a los que llama objetos portadores de palabras; los libros, los escritores y las palabras, sobre todo ellas, cuya presencia se hace manifiesta en sus obras, dándoles un valor incalculable cuando las deja como herencia a sus descendientes en su testamento. Especial se hace este homenaje en “Repisa del hacedor de libros” (21) y en “Crónica de una cabeza anunciada” (22) , clara referencia a la novela “Crónica de una muerte anunciada”, de Gabriel García Márquez.
La jerarquía que concede Román Hernández a las palabras, busca síntesis en los grandísimos epigramas que selecciona.
Todo será ceniza. / Ceniza. / Pero ahora, / qué plenitud. / Todo, en vuelo. / Y tú, / sabiéndote ceniza, / pero ardiendo. De José Corredor Matheos.
Busco / el sonido / de la gota / de agua / en el vacío / la / eterna / vida del implante / Tat tuam asi (23) . Quebrado, de Mario Domínguez Parra.
Me ofreciste una rosa deshojada. / Ángel mordaz: no entiendo tu acertijo; / no sé si me despides, tu amor mustio, / o me reprochas que mi vara es fría. / Tu crueldad, si dicha bellamente / no palía el dolor de verme inepto. / Como pago te envío esta falacia: / flor temprana no huele. Epigramas, de Luis Feria.
Todos los homenajes aportan una luz tenue, agradable y agradecida, que invita a acercarse, y desprende un magnetismo cuyo origen es la humildad y el gran alcance de miras en el que se sustentan. La poesía les colma, se reafirma ese gran balance en el uso del metalenguaje para expresar luz y oscuridad en perfecta armonía.
La palabra luz y las asociadas a la misma idea: día, mediodía, mañana, aurora, alba, cirios, clara, brillo, brillante, lumbre, fuego, llama, sol, estrella, relámpago, transparencia, blanco, aparecen en paridad con el uso de la palabra oscuridad y las inscritas en el mismo registro de significados: sombra, oscuro, ceguera, cegar, ciega, tinieblas, niebla, penumbra, negro, umbría. Ese contraste se equilibra y genera concordia, conmensuración que está también en las palabras.
Pero hablar de simetría y conmensuración en la exposición empezaría por comentar la “Serie Conmensuratio”, cosa harto difícil. Es tal la cantidad de detalles en estos pequeños cuadros, que contienen a menudo otros cuadros dentro, que solo puedo desentrañarlos apartándome de la lógica que proponen: la ciencia es aquí el mayor desafío para el arte y a la vez su mejor aliada.
Sobre un ocre que parece llenar todo de mesura y racionalidad, el artista retoma el juego con el color: el rojo, el amarillo y el violeta se funden en esa moderación, como pinceladas, con absoluta discreción en el contexto, retoma el contraste blanco / negro y el uso de los instrumentos de medición. La geometría, en la representación del cuerpo humano, adquiere especial énfasis en la secuencia que conforman las obras “Comienza a medir así tu tiempo y lugar”(24) , “Anduvo midiéndose hasta que lo consiguió” (25) y “Medidor del tiempo” (26) , todas ellas exponentes de la armonía del cuerpo físico, como receptáculo de un contenido más sui géneris que la materia.
Las partes del cuerpo por separado reivindican su lugar en el espacio, un dedo, manos y pies, rostros, cerebros, cráneos, huesos largos, ojos, todos de alguna manera cuestionan la perfección del hombre en su completud, expuesta en las anteriores propuestas.
La música encuentra también lugar dentro de la serie, en “Teclado para establecer un tratado sobre la imaginación”, en los metrónomos —medidores de tiempo, como les llama, interrogativamente, el artista—, que adquieren especial originalidad en el contexto.
La búsqueda de simetría no se vuelve un concepto rígido, se modifica y fluye con la inclusión de artilugios diversos: llaves, plomadas, medidores, esa esfera roja que también tiene presencia en otras obras, los instrumentos de trepanación, que repetidos una y otra vez, alcanzan un momento especial en “Estudio profesional para un útil de trepanación”, y como siempre, las palabras escritas en todos los cuadros, los números, las fórmulas que llevadas a un plano de representación pueden dar lugar a toda clase de figura.
Un cuadro de la serie al menos, tiene para mí la condición de delirante: “neonato proportio”.
Sobre una esfera amarilla se inclina hacia un lado un cuadro dentro de otro. En perfecto equilibrio dentro del cuadro inclinado, hay un neonato, su rostro denota una paz que parece nada perturba, aunque un trepanador, que a su vez sostiene el cuadro, atraviesa su cráneo. He intentado encontrar palabras nuevas, alguna que pueda contener el significado de precisión, balance y experimento a la vez, para describirlo, pero las palabras son dueñas de sí mismas, a veces no acuden, o acuden solo al llamado de la poética:
Serenísima conmensuración la del neonato.
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