CONFESIONES PARA LA IRONÍA Y LA RAZÓN (Galería Mácula, S/C de Tenerife, 2000)
TEXTOS CRÍTICOS
De la Villa, Rocío (2000). Confesiones para la ironía y la razón. La Laguna, pp. 5-11. Galería Mácula.
Sin horizontes, sin pasado: el fin de la historia. En la experiencia de los que viven ya habitando el siglo XXI sólo hay presente. La innovación se ha desligado de la novedad, porque ésta implica un antes, inexistente. La reproducción del presente se deconstruye mediante estrategias irónicas y la introducción de agendas políticamente correctas: activismos, apropiaciones, parodias, economías de la representación.
En los confines del territorio creativo de Román Hernández se respira la atmósfera fría y analítica del desplazamiento; pero aquí, desde la historia.
Estatuaria y antinorma
Desde el principio, Román Hernández se ha prodigado en homenajes a quienes él considera sus maestros: Leonardo, Luca Paccioli, Diego de Sagredo... Guías pretéritas, de un tiempo en el que todavía se confiaba en la razón sabia, clave y nomenclatura de la realidad. Pero, como unas lecturas llevan a otras, su fascinación por matemáticas y filosofía le ha llevado a Platón, San Agustín..., incluso a las Sagradas Escrituras como fuente de inspiración, una vía principal en la que convergen itinerarios menos frecuentados: L. B. Alberti, Gáurico, Juan de Arfe... Su perfil erudito le sitúa hoy en día en un terreno poco frecuentado, el del conocimiento de los fundamentos geométricos de la representación del cuerpo humano que, durante el largo curso de la tradición clásica, se consideró el problema central de la estatuaria. La escultura heroica, civilmente ejemplar, es un sucederse de variaciones del canon y éste no es sino manifestación bella de la inteligibilidad. El hombre se erige como sujeto consciente de la racionalidad inscrita en la naturaleza, sólo a veces evidente. Pero la mirada del contemplador va más allá de la belleza aparente y su comprensión geométrica se salda con los modelos superadores de las proporciones del canon. Sin embargo, a partir del siglo XVI esa fe comienza a quebrarse. Primero será el problema de la expresión, de la que da cuenta este nuevo “Homenaje a Leonardo”, de cuencas hundidas por la vejez y la ansiedad visionaria, rostro y peana surcadas por la escritura enigmática del tiempo, del que pendula una humilde plomada. Luego, el afloramiento de la antinorma se va trasvistiendo con diversas excusas: la relatividad del gusto del individuo y las tipologías de las razas, el conmover (movere) más que enseñar o deleitar (docere et delectare), la novedad... en una representación del cuerpo humano cada vez más particularizada, y fragmentada, dislocada.
Esta fricción entre el orden matemático y la arbitrariedad humana, norma y antinorma, es el terreno en el que transita el trabajo de Román Hernández. Su erudición está puesta al servicio de un diálogo entre contemporaneidad y tradición. Ya en su primera exposición individual “Symmetria” (1994), se ensayaban puentes entre el legado histórico y las contestaciones contemporáneas: los maniquíes y móviles maquinistas que enlazaban el artificioso barroco con propuestas de resonancias dadaístas y surrealistas, junto a una vuelta a cánones medievales comprometidos en las poéticas del expresionismo existencialista. Después, conforme se hace explícita y cada vez más pulcra una sistemática de los fundamentos históricos de la geometría aplicada a la representación del cuerpo humano (“Commensuratio”, 1996), se va gestando una poética de lo siniestro: medidas aplicadas a dedos amputados, trepanaciones, cerebros diseccionados... (“Innata Ratio”, 1997), usando la sintaxis histórica como soporte para el desplazamiento irónico.
Fisiognómica
Con los “Oradores” (1996), en la indagación arqueológica de Román Hernández se inicia un capítulo que ocupa hasta ahora la redacción iconográfica de su escultura. Los “Oradores” (Doxógrafo, Orador, Teólogo, Filósofo, Poeta) son una serie de cabezas que hablan de las distintas vertientes del conocimiento humano y su transmisión. Péndulos, palometas, clavos de trepanación, cuerdas y circunferencias metálicas de contención sobre el cráneo son algunos de los atributos de la opinión caprichosa, la ocasión del discurso, la clausura de la teodicea, la sinrazón de la pasión intelectual, el mensaje de la visión predictiva, cuya medición va inscrita sobre la piel según un orden de proporciones de facultades cerebrales y sensitivas: perímetro, frente, ojos, boca. Un repertorio expresivo de tipos fisiognómicos tomados de la persistente tradición barroca española en la imaginería religiosa, iniciada con Alonso Cano y Pedro de Mena en el XVII y que será ampliada y
reiterada, durante el XVIII, desde el influjo de L'Art de connaître les hommes par la Physionomie de Lavater a la vulgarización estandarizada de los santos patronos de nuestras parroquias: imaginería dirigida a conmover, por medio de la acentuación de los caracteres, rasgos e inclinaciones en una época sentimental.
Pero aún presente en los recuerdos de infancia de Román: «cuando mis padres me llevaban a las iglesias y rituales procesionales para participar en aquellas manifestaciones de fe con tintes dramáticos, lúdico-festivos y teatrales. Observar y amar, como decía mi madre, al “Señor muerto”, besarle los pies... pero todo ello lo viví sin demasiadas explicaciones y en cierta manera fui creándome una visión muy personal». Aquellos otrora santos, rostros del bagaje kitsch -fuente de la fantasía siempre surreal del mestizaje canario, en opinión de Breton-, los encontramos ahora convertidos en una galería de personajes ejemplares para el distanciamiento crítico.
Pues el problema de la antinorma queda suspendido en la tensión entre razón y voluntad, anhelo aeternitatis y frustración pragmática. Y el trasfondo moral, jugando entre lo severo y lo sarcástico, cobra protagonismo a través de la configuración sensual de las facciones. Miradas lábiles, mejillas carnosas, rictus escépticos, se combinan con esferas de colores, yuxtaponiendo humanidad y perfección, como ocurre ya en la pieza “Principio y origen del sentido” (1997) y que por la irrupción de la policromía inaugura un nuevo estadio en su trayectoria, ahora más depurada, ácida y luminosa.
Taxonomía
Es sintomático del diálogo que Román Hernández establece con la historia desde el presente la indefinición de los medios expresivos de la escultura. Su obra, ajena al purismo del volumen estatuario, se encuentra cómoda con los recursos de la grafía, el agregado de materiales humildes, el color e incluso el marco de la pintura. Las Capita mensulae parecen desmembradas de órdenes de antiguas arquitecturas mientras su serie de inspiración africana “Máscaras” recuerda taxonomías académicas, análisis fragmentados de un pretendido saber unitario. El dictum del fragmento y del comentario residual comunes —la sensibilidad postmoderna— se hace explícito en la serie de cajones (como si fueran extraídos de un archivo concluso antes de su exposición) formado por las parejas de cerebros de la Secretissima Scienza, las miradas a lo oculto y lo maléfico y, finalmente, la dicotomía visión-gusto, que vuelve sobre la escisión del sentido noble de la visión (“No hay nada en el intelecto que previamente no se haya ofrecido a los sentidos”), pálida y cristalina por su pureza, frente a la sanguínea, sonrosada, representación de olfato y gusto (“Puerta por la que el intelecto entiende y gusta”). Pero, aun siendo fragmento, ¿no es éste un esfuerzo de clarificación para nuestra sociedad del espectáculo?
Las obras de Román se nos proponen como un paréntesis, pero adjunto a las inquietudes apremiantes de la actualidad. El enrarecido clima moral de fin de siglo le ha llevado a la revisión del Apocalipsis, como un decepcionado “Exégeta para el IIº milenio”. El homenaje-denuncia de “El pensador corrupto” se muestra junto al “Dios-Padre ejecutor”, que se identifica como “el indicado para proceder a mover la Rueda de la fortuna y del castigo”.
También como una filtración del estado actual puede considerarse su interés en determinar un nuevo repertorio canónico de la representación figurativa de las culturas africanas, en el momento presente de globalización, que en Canarias se vive como un estrechamiento de los lazos geopolíticos a través del Atlántico. Las máscaras, utilizadas frecuentemente en la tradición vanguardista al servicio de la renovación del lenguaje formal, entran a formar parte de la Secretissima scienza, dejando un rastro de luminoso colorido en el resto de su producción.
Lo deforme femenino
En esta muestra, sólo una obra presenta el cuerpo completo, aunque se muestre como una parodia del ideal unitario de la estatuaria: “La tentación de Adán”. Se trata de un pequeño monumento, cuyo pedestal es desproporcionadamente elevado, ceremonioso y estrecho para la
tosca y voluminosa mujer que sostiene. Como un engendro entre las figurillas de fertilidad prehistóricas y las proporciones medievales ridiculizadas, la grosera Eva encarna el “eterno deforme femenino”. En la tradición que Román atiende no hay estudios de proporciones matemáticas acerca de la constitución de la mujer. El análisis geométrico siempre se adecuó al cuerpo del hombre, estableciendo una alianza duradera y “natural” entre racionalidad y masculinidad. De la mujer quedó la epidermis, sujeto (pictórico) de deseo de la representación masculina, sólo aparentemente bella. Pues bellas, verdaderamente, sólo podían ser las figuras masculinizadas de Miguel Ángel, o los desnudos homo eróticos de Canova.
En Román, es una fijación que se repite, desde sus primeras obras. La representación de la mujer siempre es la de un cuerpo, inaccesible a la “Mayéutica” (1994). El modelo del “eterno deforme femenino” llega aquí hasta el sarcasmo, en esta Eva cuyo rostro ha sido sustituido por una esfera roja, recubierto por una pobre pelambrera y que se repite en la esfera que casi como un juego pende de la manita cuyo índice señala el seno. La esfera, símbolo de perfección (azul) o de su opuesto, el mal (negro) en otras obras, luce rojo pulsión quizás como indicio de otras plenitudes. O tal vez, sólo burla y escarnio de la esfera cristalina.
Rocío de la Villa
Cabrera, Roberto A. (2000). De la razón irónica en Confesiones para la ironía y la razón. La Laguna, pp. 33-41. Galería Mácula.
[Sede de la sabiduría]
El cerebro y su signo: un cuero pésimo, lastre burdisimo, inaguantable. El cuero apesta, no hay duda.
Un creyente. La caña dual, el cerebro o el espíritu, el cerebro o la carne, infinitud-finitud. Hay aqui como un eco de viejas discusiones. Si acсер tamos ese cerebro como simbolo del alma puede apreciarse el lugar natural que le corresponde. El alma, ente superior, ha de gobernar la carne (léase cuero de cabra), idea que se resuelve indiscutiblemente mediante los hilos que unen el cerebro con el cuero. Asi la carne aparenta vida, no siendo sino máquina impulsada por el alma. Rotos los hilos, perdido todo contacto con la glándula pineal (esas teorías exquisitas de antaño, esos juegos olvidados tras los infalibles Popper-Eccles, platónicos de bata blanca), la carne muere, pues no es vida, y vive sólo el alma, que es de Dios y a su Vida apunta (Amen)».
Un nihilista: «El cuero es un símbolo inequívoco de nuestra natura leza. Es preciso que ese cuero nos insulte, como toda verdad de provecho. La sede del Temor a Dios, un cuero putrefacto!
Un libertino: «Al cerebro le duelen las neuronas de puro pensar sin sexo”.
[Fósil rítmico o centro quebrado]
Algunos cerebros cuelgan de sus dueños como atraídos hacia lo alto por nubes caprichosas, como si experimentaran los rigores de una fuerza de gravedad inversa. Estas gentes suelen sufrir dolores como al revés sin que logren sospechar el placer de dolores cómodos, amables, provistos de la dignidad encantadora de un sofá en salones desiertos. Un cerebro de esta naturaleza precisa de una maquinaria inconcebible que los sujete, confinándolos en su cavidad craneal. Tan irresistible es la fuerza vertical que tira de ellos que es natural temer que rompan el cráneo, descorchándose con la rabia incon- tenible de las sidras vulgares. Por lo común, estos artilugios garantizan a sus usuarios inmovilidad cerebral forzosa. Pero la imprudencia de algunos a la hora de dormir la siesta, la intemperancia o el descuido imbécil de otros han ocasionado accidentes horribles. Las cabezas de estos desgraciados, convertidos sin aviso en morteros ambulantes, disparan con sorda detonación los cerebros, que se elevan con la gracia fúnebre de misiles inteligentes. Los transeúntes, desconcertados, en vano se esfuerzan en perseguir los proyectiles con la vista, pues ya se pierden, traspasan las últimas nubes y abandonan definitivamente la atmósfera. Los periódicos locales suelen hacerse eco con generosidad de sucesos pirotécnicos como éstos, aunque rara es la vez, sin que sepamos la causa, que periódicos de ámbito nacional los divulguen.
Pero no quería ocuparme de estos cerebros indóciles. Otra especie, por desgracia más abundante, ha de atraernos la atención. Me refiero a esos cerebros graves, enclavados firmemente, en sus cabezas, sobre los hombros, con el peso soberbio de un pilar catedralicio. ¡Qué lentitud pasmosa la de estos cerebros! Dormitan, como osos cavernarios, ahítos de su dolce far niente, moluscos fosilizados que llevan esos pies a pasear, a la oficina o al merca- do. Los portadores de estos cerebros precisan de aparato aligerador. Suelen tales máquinas instalarse sobre el sujeto, afianzándose en ambos hombros. Sobre la cabeza pende el mecanismo principal, formado por un ingenioso sistema de poleas que tira del cerebro con fuerza uniforme y constante. Los individuos que han experimentado este artilugio en sus carnes coinciden en referir una sensación de cosquilleo neuronal, como una efervescencia de lucidez nunca antes experimentada.
[Cerebro en proceso de registro]
También los cerebros se constipan, como viejecillas en otoño, atrincheradas en poltronas sin vida. Dan lástima estos cerebros derrotados, humillados por la dolencia, mustios, desahuciados. Hay quienes, advertidos de la extrema sensibilidad de estos órganos, cuidan de no exponerlos a bruscos cambios de temperatura o a corrientes de aire intolerables, abrigando los cerebros con celo maternal, acunándolos si es preciso. Así previenen los más cautos las temibles afasias y otras lesiones incurables, espanto y ruina de cuerdos. Para otros, en cambio, toda precaución es ociosa, pues sus cerebros no enferman como los más; antes se exponen a males de naturaleza bien distinta. Es el caso de cerebros entregados a erudición forzosa, catedráticos anti- fáusticos, esclavos y peste de las letras, bibliófagos reincidentes, caterva infame, inmundicia enemiga de todo arte, que la Providencia entrega con regularidad al infierno para paz y alivio de los justos.
[Sede del pensamiento y la razón]
A poco de revelársele a la humanidad el milagro del pensamiento, sus cabezas más notables ya porfiaban en dar con su sede. Buscaban los pensantes según diversos métodos, variopintos los más, excéntricos y estrafalarios. Algunos optaban por escudriñar el curso de las nubes sobre la superficie espejeante de las aguas de un lago; otros, más radicales, por sumergir cerebros de recién nacidos en cubas de mosto o en calderas de miel. Hubo sabios que se hicieron sepultar en cavernas durante veinte años, ignorándose, por desgracia, el término de sus dilatadas meditaciones. En Oriente, sabios concienzudos y metódicos viviseccionaron cráneos de videntes, sexos de doncellas, muslos y tobillos de santos, globos oculares, trenzas, testículos, lenguas de escribas, penes de general, durante interminables y fértiles siglos de honrosa ciencia. Los profetas ayunaban en el desierto cuarenta días y cuarenta noches y aun- que algunos regresaban a la ciudad como osamentas renegridas, confundiendo al pueblo con oráculos de arena y visiones sin luz, los más tributaban sus arcanos y sus huesos al desierto, del que jamás volvían. Amplios arrozales sirvieron de escenario de anegadas especulaciones al campesino audaz, concentrado en la ociosa evolución de la bosta de un buey sobre la superficie recién arada del agua. En las praderas lejanas, los cazadores del bisonte interrogaban al humo patrio con desigual fortuna. Los más escépticos vigilaban el vuelo de los buitres. Buscaban, buscaron incansables los santos, los sabios, los profetas, agotando métodos inverosímiles, ensayando variantes, addenda, correcciones ad hoc, abrumando al pueblo con sus revelaciones, disputando con los incrédulos, sometiéndose al ataque de escépticos y cínicos. Ninguno se creyó obligado jamás a justificar, en lo tocante a métodos, sus preferencias. Ignoraban cuánto puede determinar la dieta porcofílica, ciertos regímenes sexuales, la proximidad del mar o el uso institucionalizado de moneda -por mencionar algunos, sin ánimo exhaustivo- la aceptación de uno u otro método. Estas cuestiones epistemológicas nos alejan de nuestros intereses históricos y etnográficos. Las investigaciones más autorizadas concluyen que no ha habido consenso en atribuir a tal o cual órgano la sede del pensamiento. No es de extrañar que algunos pueblos decidieran ahorrarse abonadas disputas, hueras e interminables. Así, los chamanes de las selvas del Sur, quienes siguen un único principio de radical economía: negar la posibilidad del pensamiento.
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