ORIHUELA-ROMÁN: PARA QUE UN MUNDO APAREZCA (Centro de Arte La Recova, S/C de Tenerife, 2006)







Román-Orihuela: Para que un mundo aparezca

MARIANELA NAVARRO SANTOS


        Román Hernández


Yo estaba como encerrado en un jardín poblado de estatuas sin ojos.

HUGO VON HOFMANNSTHAL


En el año 2002, Román Hernández presentó su Serie blanca, un conjunto bastante numeroso de pequeñas y enigmáticas cajas en cuyo interior podían contemplarse, en ocasiones a través de un cristal, una serie de piezas escultóricas -en madera fundamentalmente o en metal, de color natural, blancas o negras- a modo de naturalezas muertas. Este autor, desde sus comienzos hasta la actualidad, ha venido dando cuenta de que en sus trabajos prima la mecánica sobre el deseo, de modo que aquellas cajitas blancas insistían en un arte rigurosamente depurado y conceptual.

Blanco en las paredes, en el suelo y en el techo, habitaciones cerradas herméticamente, asépticas, obturadas sólo por un cristal para dejar ver lo que sucede en su interior. Esas formas que las habitan, ¿son muebles, figuras humanas quizás, leves y frágiles huellas de la escritura en la materia? ¿Festejan alguna cosa, esperan a alguien? ¿Pertenecen a un universo mágico y anímico? Si las miro insistentemente, ¿reaccionarán en cualquier momento, me mostrarán su vida secreta y huidiza? ¿Qué jardines son éstos tan cerrados y quién los arregla con tanto primor? ¿Quién pasea por sus senderos sin vegetación, sin luz ni cantos de pájaros, en el reverberar implacable del blanco sobre blanco?

Prudencia, contención. Espantosa soledad. La tendencia expansiva del ser queda aquí refrenada, en estos pequeños laberintos íntimos, estériles y sin tiempo, donde el pensamiento vaga desorientado, interrogando a las formas con las que continuamente tropieza. 

La cercanía, el "aquí" de los objetos que conforman estas esenciales naturalezas muertas, ha pasado al "allí" del paisaje que se contempla a través de un cristal, allí donde totems y figuras geométricas amenazan con difuminarse por completo en el blanco de la pared, tal es la proximidad de inserción del cuerpo en el fondo de la caja; en otras ocasiones, sus perfiles rotundos triunfan sobre el fondo y sobrecogen al espectador.

Pero, ¿qué región extraña es ésta donde nada ni nadie proyecta una sombra? Sin duda un lugar fantasmagórico o imposible, producto del pavor o de la ausencia de palabras. Y si no hay som- bras -pensamos- queda únicamente la apariencia de las cosas, detrás de la cual espera, agazapado, el vacío.


Francisco Orihuela

Toda la trayectoria pictórica de este autor, fiel a unas pocas tonalidades, a un talante pacífico y a una trama unívoca, diáfana y sin excesos, ha estado siempre inserta dentro de lo que se cono- ce como "pintura de paisajes". No sólo el propio artista, también los especialistas y poetas que se han aproximado a sus cuadros han extraído de sus lienzos la impresión de hallarse ante "topografías", ante líneas del horizonte, conformaciones de nubes o delicadas e imprecisas porciones de tierra situadas en ese punto, incierto y borroso, donde el cielo y el mar se confunden.

No obstante, si por un momento dejamos a un lado nuestra costumbre de mirar las cosas pensando que en ellas anida una idea o un símbolo de algo, si desnudamos el ojo de toda referencia conocida y contemplamos estos lienzos en su mismidad, asistimos, únicamente, a una tela cubierta de manchas azules y grises, ocres y sienas. Vemos, en efecto, pura pintura diluida, paisajes líquidos donde no hay figuras y el fondo no es, propiamente, un fondo. Francisco Orihuela pertenece a una época muy distinta a aquella en la que el gusto burgués puso de moda un tipo de paisaje tenido hoy por intrascendente e ingenuo. Hay, en los suyos, movimiento incesante del color, evolución cuasi-orgánica de la materia pictórica, inestabilidad, mutación constante. Y todo este dinamismo interior lo consigue sin moverse del sitio, contrayendo los márgenes de sus pequeños cuadros, reiterando una y otra vez los mismos efectos lumínicos, el sentido de lejanía neorromántico, las transparencias y densidades tan características de sus paisajes interiores.

El infinito se estrecha y oprime bajo la losa del silencio. Estamos ante un día sin memoria, envueltos en un sueño que se repite sin remisión. Sin utopías que defender ni palabras que articular, este tipo de pintura nos confronta a la agonía de la referencia, a la incertidumbre más radical. La obra precede a la significación, no hay nada que reconocer y el artista se remite a mostrar algo que sucede más allá del tiempo de lo pensado. Sólo la mancha sugiere este inter-mundo, libre y espontáneo, sugestivo, una estructura compositiva de masas, colores y pinceladas direccionales, de ritmos y tensiones, procesos y situaciones surgidos del simple gesto pictórico.

No hay lugares ni nombres. Acaso un paisaje para el olvido. Acaso el desierto. Abstracciones líricas que no describen nada en sí mismas, que se perciben como gradaciones cromáticas, lumínicas y atmosféricas de la pura lejanía. Naturaleza informal, en tránsito, captada en el instante mismo de su continuo hacerse y deshacerse.


Román Hernández y Francisco Orihuela


Enredado en las entrañas

 hondas de este sueño

José Ángel Valente


Igor Stravinsky, en la Poética Musical, definía de esta forma algunos de los principios de su estética: «Mi libertad habrá de ser taste mayor y más significativa cuanto más estrechamente límite yo mi campo de acción y cuanto más me rodee de obstáculos. La del escultor Román Hernández, como la del músico, se fortalece con el mismo comedimiento, demuestra su mejor elocuencia cuanto más controlado y limitado es su quehacer, cuantas más restricciones se autoimpone. Así pues, y en el mismo sentido que confesara Lorca en su Oda didáctica a Salvador Dalí un deseo de formas y límites nos gana, desde sus primeros retratos y estudios de anatomía hasta los trabajos actuales, en la imagen última -sea de arcilla o madera- se percibe el pensamiento que las reflexiona, esa vibración invisible de la idea. De ahí la necesidad de trabajar por eliminación, prescindiendo de todo lo que distrae a los sentidos.

Inserto en una tradición moderna que exsaltó el atractivo de lo inacabado frente a la exactitud o la perfección de la denominada "obra de arte", el escultor tinerfeño rompe con el azar y la intuición, con el gusto por la novedad y la extravagancia, con cualquier manifestación de tipo vitalista o expresionista. El trabajo escultórico de Román Hernández de ayer y de hoy se mueve dentro de ese tipo de expresiones artísticas que menos propician el discurso, que tienden a la mudez; estéticas intelectualistas para las que el ojo comprende -intelligit- antes que entregarse a la contemplación placentera. Su gusto por las formas geométricas, por las proporciones pitagóricas, por la belleza racional -en un sentido tanto aritmético como filosófico-, por la trasmisión de las relaciones numéricas a través de lo sensible, por el lenguaje objetivista de las formas y por la necesidad de descifrar espacialmente una idea, da cuenta de una curiosa vuelta al oficio. Y es que lejos de la deformación y el olvido de las reglas tan del gusto moderno, Román Hernández regresa a la alquimia de los números y las proporciones de las creaciones artísticas del pasado, a los tratados de los teóricos de la arquitectura, tan poco partidarios de la improvisación y el subjetivismo. De hecho, la dialéctica interior/exterior que establece Román Hernández con las cajas de su Serie blanca; esa preocupación por situarse en el umbral intertextual en el que la ventana y el cuadro coinciden; y la búsqueda de un espacio intrínseco para su escultura, bien acotado, casi una miniatura, fuera del espacio común, ¿qué son si no una sublimación de la arquitectura, según Gino Severini" opus magnum del número y la armonías"?

El demiurgo creando el universo, Extraño árbol para un paisaje metafísico, Pequeño bosque y la luna o Tres formas para un paisaje metafísico son algunas de sus últimas obras, realizadas en el año 2003 para este proyecto à deux junto a Francisco Orihuela. Los elementos escultóricos utilizados por Román Hernández están extraídos del mismo puzzle de la Serie Blanca, de modo que rememoramos el interior de aquellos pequeños escenarios e, incluso, creemos asistir a aquel mudo estar de los objetos en sí mismos, sin historia ni padecer, sin  inflexiones de tono, únicamente formas en orden y composición diversas que se remiten a permanecer quietas desde el otro lado de tan reducido compartimento. Sin embargo, algo ha cambiado: más allá del juego de intercambios -volumen, dimensión, altura, color, ensamblaje con otras figuras, etc que permite la variación infinita de un solo tema, estos objetos impersonales, estas criaturas perfectas nacidas del cálculo y el dominio de una técnica, ya no perciben en su retiro del mundo, condenadas al silencio de su pequeña habitación vacía. Al margen de la recuperación de un sentido orientado en parte por los títulos que asigna Román Hernández a cada una de estas piezas- hay ahora una deliberada búsqueda de belleza, una belleza que como veremos no consiste exclusivamente ni en una relación de proporciones, ritmos y armonías, ni en el rigor geométrico, trasuntos consustanciales de la obra del escultor tinerfeño. Sus figuras, aparentemente o no, han abandonado los lugares cerrados de antaño. En efecto, las cajas de Román Hernández podían entenderse de múltiples formas-proyecto de una micro-construcción soñada, laboratorio de experimentación, jardines clausurados, escenarios para un teatro imposible pero en todo caso se trataba de lugares cerrados, interiores semi-vacíos casi siempre, espacios blancos para su propia experimentación arquitectónico- escultórica, con un orden sistemático y desconcertante.

Nada más alejado de lo que en esta ocasión nos ofrece: el resultado de una intervención sobre el paisaje de Francisco Orihuela. El punto de partida de su trabajo, el paisaje pictórico, queda encastrado en la pieza escultórica, de modo que sus figuras han sido desplazadas de su lugar habitual y surgen, delicadamente, junto a las trasposiciones cromáticas del pintor, se mezclan y sumergen en sus imágenes. Como por arte de magia, estas formas de Román Hernández se abren al exterior, abandonan el silencio y parecen contarnos algo, aunque sin perder ni por un momento la fijeza que las caracteriza. Al contrario que en otros trabajos à deux-muy frecuentes entre los artistas desde la vanguardia a la actualidad- en los que no se logra nada más allá de un ensamblaje superficial y esporádico, en éstos se manifiesta una integración efectiva. Ambos artistas han sido conscientes de la enorme distancia que media entre sus correspondientes trabajos y, aún así, han decidido dar el salto e interactuar. La estética depurada y austera de Román Hernández junto al discurso generoso y pleno de Francisco Orihuela; el mando de las ideas del escultor dialogando con el mundo de las sensaciones del pintor, reglas y orden de un lado, duelo e instinto de otro. Cabeza y cuerpo -como señala Bernard Noel-trabajan ahora juntos:

        "Cuando el ojo ordena el gesto, es la cabeza quien gobierna en su nombre. Cuando el gesto evoluciona con total independencia, es el cuerpo quien se significa en su nombre"

Nada es aquí exterior y ni rastro de aquellas naturalezas muertas. Gracias a la sinuosidad del pincel al raudal de vida que insuflan los colores de Orihuela, las pequeñas esculturas de Román -antes frígidas y estáticas, perfectamente acabadas, invulnerables, acaso litúrgicas- despiertan ahora el sentimiento de lo maravilloso. La propia caja, a medio camino entre marco y ventana por la que contemplar el paisaje, se ha contagiado de la luz nostálgica y poética de la paleta del pintor. Resulta sorprendente cómo partiendo de un trabajo de Orihuela, inicialmente autónomo a este proyecto conjunto, Román Hernández ha logrado aproximarlo a sus intereses y, haciendo uso él mismo de la pintura para mejorar la inserción de sus figuras, ensambla continente y contenido, fondo y figura, como si siempre hubieran estado juntos. La proyección del trazo en el lienzo, tradicionalmente horizontal de Orihuela -como cuerpo que respira, como la extensión ilimitada y ondulante de las aguas o la tierra- contrasta con la propensión vertical del escultor, con esas pirámindes y octaedros suspendidos, pequeños bosques, árboles extraños y farolas mirando siempre hacia el cielo, instigados por el reduccionismo geométrico y la espiritualidad. Entre el "aquí" y el "allí", entre la realidad y el sueño, lo verosímil y lo posible, la línea que separa la escultura de la pintura se adelgaza, voces y procesos se intercambian, sin saber si ya si fueron primero las figuras quienes se asomaron al paisaje de Orihuela o fue la pintura la que, en un descuido de la vista, se coló por el marco de un cuadro. Y ¿para que este juego entre el estar allí o aquí, entre lo real y lo simulado, entre lo que somos y lo que contemplamos? ¿Será esta propuesta pictórico-escultórica una respuesta posible a alguna de nuestras preguntas, acaso una manera imaginativa de traducir lo particular en medio de la inmensidad? Si partimos de la idea del espacio como un fenómeno enigmático y flexible, si es cierto que un fenómeno cósmico puede devenir experiencia íntima y lo más pequeño expandirse hasta lo inasible, podríamos entonces ver en estas pequeñas piezas, más allá de un experimento interartístico, la casa soñada por Marcos Canteli: 

"Una casa que se dice brevemente, que se repliega en sí misma, donde nos reconocemos"

Por definición, la miniatura exige prolijidad, concentración en un trabajo exigente, rechazar la monumentalidad casi arquitectónica de la escultura última -con toda la visibilidad que ello comporta- y concentrar el significado en lo ínfimo. Su objetivo es bien ambicioso: conseguir la infinitud de lo pequeño, que un espacio reducido se dilate en virtud de inefables aspiraciones. Hablamos, por tanto, de ese espacio poético que no existe en ninguna parte, que hay que crear o, mejor, conquistar. Esto es lo que sucede con los diminutos montajes de Román y Orihuela: se produce un temblor, una vibración de tan estrechos márgenes, y una fuerza expansiva dilata la superficie conocida más allá de lo geométricamente predispuesta. Así, la habitación diminuta, o el taller, o la sala de operaciones, o el cuadro-ventana es ya un espacio abierto a la inmensidad, un fragmento o resto -por qué no- donde nos reconocemos con perplejidad. Como señaló Ardengo Soffici, "la eternidad esplende en un vuelo de mosca". No queda más, entonces, que mirar y mirar la calma de estos objetos, la delicada cadencia de las tonalidades pictóricas la sensación metafísica que provoca su confluencia, y sorprenderse de cómo la materia inerte cobra vida, respira y nos convoca, descubriendo facetas insólitas de la realidad. Quizás lo único que se propusieron estos dos artistas fue esto mismo: forzar la visión para que un mundo nuevo apareciera ante nuestros ojos.

Marianela Navarro Santos

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