ESCENOGRAFÍAS DE LA DESNUDEZ (Museo de Bellas Artes de Tenerife, del 16 de enero al 16 de febrero de 2004)




I. La invisible melodía de las formas.


Resulta no poco comprometido tener que ejercer una labor crítica ante la obra de Román Hernández, escultor que -en nuestra opinión- lleva a cabo uno de los trabajos más rigurosos dentro de lo que ha dado en llamarse el radical desplazamiento de la reflexión artística, de modo que el ámbito específico de la crítica o el comentario pasa a formar parte esencial de su discurso creativo. Desde Symmetria, las primeras piezas escultóricas que dio a conocer en el año 1994, cada una de sus obras plantean un dilema de la proporción, del equilibrio o de la simetría; confrontan los terrenos de la pura abstracción con los de la Naturaleza; muestran -en fin- el conflicto interior entre los supuestos conceptuales y axiológicos de la escultura, y el proceso y resultado de la obra, el objeto, la cosa en sí artística. Puesto al desnudo el andamiaje teórico de la escultura, la voluntad estilística del discurso es también una voluntad reflexiva sobre ese mismo discurso, de modo que el creador -el autor- aúna en sí la inspiración y la crítica. En efecto, ante Román Hernández, o confirmamos la tesis de Argan -"la critica tiene una sola alternativa: ser pura arqueología"-, o accedemos a aproximarnos a su obra con un propósito más creativo, esto es, de empatía o de interpretación.

Podría decirse que el trabajo desarrollado en estos últimos años por el autor de esta muestra vuelve una y otra vez sobre unas mismas obsesiones fundamentales; que su discurso escultórico gira en espiral sobre sí mismo, auscultándose, abriéndose camino por el difuso límite en que la creación plástica, los fundamentos de la representación y las proporciones que la rigen, coinciden. La suya es una obra que nace del elogio del pensamiento y de la reflexión humanas, en último término, las únicas herramientas válidas al servicio del artista y de la concepción primera de su obra. Y es que, independientemente de que en todo acto de creación intervenga en mayor o menor medida un proceso de adentramiento, de continuas intervenciones en pos de la perfección, ese impulso que tantas veces se nutre del propio ritmo de la creación no puede -en el caso de Roman Hernández- dejar nada sujeto a lo imprevisto. Tanto el material utilizado como la forma asumida se hallan al servicio de un concetto o idea. Sólo así es posible entender las continuas variantes que planean sobre idénticos motivos y el uso obsesivo de unos pocos materiales: la terracota, la madera, el bronce o la técnica mixta. Se entiende así que Román Hernández -consciente de que el rostro de una época, la presente, no ha de reco nocerse sino en las aguas límpidas de su pasado- reitere las citas de Rafael, Leonardo o Luca Pacioli, o les rinda homenaje en diversos trabajos: fueron ellos, antes que otra cosa, modelos del creador reflexivo, los mismos que atribuyeron a categorías matemáticas tales como la línea, el círculo o la superficie la base de todo problema de lenguaje en el campo de las artes visuales.

Todo este acopio de influencias revierte en las figuras imaginadas por el escultor, que indagan los parámetros geométricos y las estructuras secretas que se encuentran en la base de toda representación, por lo que éstas aluden a la actividad humana que procura con ansias ese saber, así como al orden invisible que rige la nebulosa del pensamiento, esto es, ese no-saber sabiendo que el hombre ostenta y lo hace único en su especie. De ahí la serie de terracotas policromadas "Oradores", pertenecientes a la muestra Commesuratio (1996), en la que se representan las cabezas del doxógrafo, el poeta, el orador, el teólogo y el filósofo, alegorías de los distintos saberes del hombre y de su único modo de transmisión, la palabra, pues "la elocuencia -afirma Pascal- es la pintura del pensamiento". De ahí el uso de la escritura en la propia obra, motivo por el que los críticos le han atribuido ese carácter jeroglífico o hermético que invita a la reflexión. Desde luego, el empleo de la caligrafía impresa en muchos de sus trabajos, así como las constantes alusiones a textos bíblicos o manuales renacentistas dedicados al estudio de la proporción del cuerpo humano van en esta misma dirección, pues en este punto hacer y decir se aúnan para quedar imbricados en la gracia de un mismo acto. De este modo, podríamos llegar a afirmar que en series posteriores como "Capita Mensulae (1999-2000) o el "Homenaje a Luca Pacioli (I)" (2001) subyace la teoría central de la lingüística saussureana, según la cual la naturaleza del signo comporta, de un lado, el significante -la forma, el aspecto exterior del signo- y, del otro, el significado -la palabra, el fondo, lo que dice de sí la forma primera-. Esta misma liason, este continuo ir y venir de la figura al texto y del texto a la figura, revela que para este escultor toda imagen contiene o aguarda la palabra, y cualquier signo -lingüístico, visual, sonoro- es, en sí mismo, una fuente de imágenes.


II. El gesto restante de Roman Hernández.


Román Hernández desecha lo meramente apariencial, el oportunismo y la simpleza de buena parte del arte de hoy, las complacientes exigencias del mercado -más banal y efectista, creemos, que exigente, autónomo y desinteresado- que tan gratuitamente se estiman artísticas. Su obra se regodea en las luces, pero no en las del espectáculo, ni en las de las nuevas tecnologías aplicadas al arte, sino en aquéllas que surgen del trato continuado con las refutaciones del pensar. Todo en su obra, desde las cabezas humanas en estado pendular hasta los más pequeños fetiches, objetos o formas geométricas en estado de absoluto reposo -predominantes en las naturalezas muertas de su última Serie blanca-, escapan a las vicisitudes y poses del discurso incontrolado para -desde un marcado simbolismo- cultivar el orden, la medida o la proporción que predicaron nuestros antiguos. No obstante, como hemos mencionado, la representación se nutre del simbolismo en la medida en que advertimos una ocultación, algo ignorado que se hace inteligible a través de la forma; eso sí, un simbolismo que, paradójicamente, tiende a la desnudez, la desposesión y la levedad. Y es que, frente a la carga emocional o autobiográfica que ponen en práctica algunos escultores actuales de reconocido prestigio, y frente a las dimensiones casi arquitectónicas que adoptan las esculturas de otros, la obra que aquí presentamos se restringe a la concisión del formato menor, próximo -diríamos- al tamaño insignificante de un hombre en medio de la inmensidad del universo.

Es así como en estas últimas obras de Román Hernández que ahora contemplamos -su Serie blanca (2002-2003)- las formas humanas se desvanecen, pierden el peso y la preeminencia que se les había otorgado en piezas anteriores. El autor persigue, ahora, una mayor sujeción y aplomo en las estructuras secretas que fundamentan la obra, precisa aún más las proporciones y medidas que se ocultan en el andamiaje de cada cosa, los hilos de una invisible melodía que sustenta la gravedad sin peso de cada figura, todo abocado hacia la reducción de la forma y la materia en unas pocas líneas geométricas. De nuevo, las leyes matemáticas del mundo predicadas por los antiguos filósofos, el primer principio de los seres -en su doble naturaleza, par e impar-, gravitan en la atmósfera última del escultor: los números aparecen revestidos de toda una simbología que se resuelve en una síntesis superior, en una polaridad dialéctica donde se enlazan el hombre y lo divino, en las fuerzas contrarias del pitagorismo -lo impar, indivisible, limitado; y lo par, infinitamente divisible e inagotable, ilimitado-. Y, entre ambos, Román Hernández sigue buscando una armonía.

Nos encontramos, pues, ante una concepción atomizada del Universo, si se quiere mínima -que no minimalista- esencial, sobresignificada. La Serie blanca traduce una suerte de matemática formal, una mise en place de los cimientos, del disegno medular que articula cualquier cuerpo, un desnudo que alcanza la escasez del dibujo, el mismo que -diría Yves Bonnefoy- se halla en la base y fundamento de toda tentativa pictórica. En efecto, las formas humanas vistas en sus primeros trabajos dan pie a una suerte de involución de la materia hasta su armazón más simple, un significativo aligeramiento del lenguaje que da lugar a mil formas geo-métricas y figuras caprichosas -cactus, pirámides, cubos, hormacinas- dispuestas en el interior del marco como si de una diminuta escenografía se tratase. Como el escultor italiano renacentista liberaba de la masa bruta de la piedra la figura escondida en su interior, asistimos aquí al hallazgo de la dispositio que rige toda escultura, tal y como reza el título de muchas de estas piezas: "Proporción equilibrada", "Esferas en movimiento", "Deducción concluyente en torno al segmento y el círculo", "Principio axiomatiforme", "Del equilibrio" o, incluso, "Teorema de Pitágoras". Asimismo, y en consonancia con ese gesto restante, es evidente que no resulta azarosa la elección del blanco, ligado a la ausencia o a la muerte; muerte del color, se entiende, signo de privación de la forma o, quizás, descenso hasta la estructura tácita de toda materia, allí donde quietud y movimiento se dan la mano.

Aún cuando muchos de los signos gráficos que con frecuencia acompañaban a su obra hayan desaparecido bajo la asepsia de sus últimas piezas, lo cierto es que algunas de ellas bien pudieran considerarse como una suerte de reformulación moderna del lenguaje cifrado de los emblemata, espejo del saber hermético de la tradición renacentista. Y es que quien visite esta exposición comprobará hasta qué punto su autor vuelve la vista hacia las fuentes de lo artístico, y cómo su obra entronca directamente con esa tradición humanista que le es tan cara, eso sí, desde una relectura personal y absolutamente contemporánea. En este sentido, "Jardín de cactus", "Proyecto escultórico" o "Pirámide y cactus en flor" -todas de 2002-, se acercan a la sobriedad y concisión del lema o motto del emblema, a la imagen-idea en la que el sentido supera el significado, pues se trata de un decir más allá de lo explícito. 

Por todo lo que aquí comentamos, las creaciones de Román Hernández gozan de la calidad poética, de la inagotabilidad del sentido de la imagen simbólica. Sin embargo, al margen de la teorización de nuestro discurso, poco desvelamos de su posible interpretación, las distintas direcciones hacia las que se proyecte la connotación de la obra dependen de aspectos que se sitúan más allá de la escultura, la escritura o el emblema en estricto sentido, y que tienen que ver con la recepción personal de cada uno de los espectadores de su obra. Que sea, pues, el visitante de esta muestra quien tenga la última palabra. Su lectura partirá de la multiplicidad de elementos prosódicos -por llamarlos de alguna manera- que se presentan ante su mirada, de donde surgirá como una onda expansiva la pluralidad del sentido, de manera que el espectador debe aportar algo a aquello que contempla -una pala- bra, un pensamiento, un juicio de valor-, eso que Rodríguez de la Flor ha denominado "el esfuerzo de exégesis plural que la imagen demanda infinitamente".

Isidro Hernández












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