HOMENAJE A LUCA PACCIOLI (I), Sala Cajacanarias, La Laguna, 2002
Pasear la secuencia de la obra que expone el escultor Román Hernández me hace recorrer un camino sembrado de momentos. Hecho y visto con sus ojos, repetidos e interpelantes, son otros ojos, cuerpos, mentes, los que te sorprenden y miran, prendidos en su instante de creación o de evolución preciso (la evolución, según Teilhard de Chardin, no es más que el acto creador que permanece). Inquieta su obra desinquieta porque urgen sus figuras mil preguntas. Contemplando e inmerso en cualquiera de ellas siento cómo, soñando en medio de un oscuro laberinto, "las tras- lúcidas manos" (J. L. Borges) labran su diseño, entregadas a la seducción del primer modelo, y entiendo como el artífice reclama no sólo volver siempre a sus origenes sino encontrar su preci- so espacio y tiempo, con su pluriforme sentimiento.
En el demiúrgico impulso creador se atisba de nuevo que la "inspiración poética se distingue por los dones de la imagen y del Número" (Paul Claudel), No en vano su ley "gobierna los senti- mientos y las imágenes y lo que parece exterior es simplemente interior" (Flaubert).
Es la verdad de lo que hay y del artista. Las cosas son lo que son y su misterio y hay que alum- brarlas. Sus referencias nos remiten al momento cuando Platón habla del surgimiento y constitu- ción del cosmos en el Timeo, espléndida mitología para quienes su condición no tiene otra suer- te, nada más y nada menos, que la metáfora. Antes de la existencia fisica de los cinco elementos. la materia que ha de adquirir forma se estructura conforme a cuerpos geométricos ideales, cuyas superficies poseen lados y ángulos iguales y cuyas aristas reposan sobre una esfera. Son sólo cinco los cuerpos que cumplen exactamente estas condiciones. Los llamamos cuerpos platónicos y con ellos está hecho el universo.
El hontanar recuperado, la materia primera, los cuerpos celestes, los números divinos, macro- cosmos y microcosmos al descubierto.
Cuerpo y mente ya traslúcidos, pueden ver y dejar ver la verdad del artesano repasando su obra y del artista sospechando el milagro. En definitiva, a la sorpresa artífice le sucede el sobre- cogimiento, momento intenso y prolongado, sin tiempo, anunciación, encarnación y alumbramien- to simultáneos y con él la luz y la iluminación, la palabra y la cosa, dueñas ya de si mismas y de sus provocaciones, de sus estremecedores efectos.
Interpelar al hombre de nuestros días con estos requerimientos metafisicos es una provoca- ción oportuna. Hacerlo desde la experiencia inmediata instando a la intuición y su remoción del caos, un compromiso ineludible.
Así pues, venid y ved cómo el creador contempla el modelo, cómo sucede el trazado del pen- tágono, la pirámide y el prisma trapezoidal y la función de la indispensable esfera, la esfera sólida para disponer el todo, dentro de una geometría razonada para la construcción del cuerpo esfèrico de Platón. He ahí el cubo, la pirámide, el octaedro, el dodecaedro, el icosaedro. Contemplad las entrañas de todas las cosas.
Es el momento previo al que deben disponerse todas las materias.
Dejaos sorprender con el ánimo de cada cuerpo, de cualquier cuerpo, los conformes, los deformes y los informes, en cualquier instante, con cada figura y sus modelos, procurad abriros paso en el aventurado laberinto, lugar de nuestros quehaceres. Sentid que la esencia de todo se entrega en su precisa existencia y comprobad que su existencia ha atrapado también la vuestra
Hay una voluntad discipular y didáctica en toda la obra de Román. En ella se ve al maestro que estudia los pesos y medidas, la armonía y el equilibrio de las cosas, lo que sean en si, los nom- bres, los números y los infinitos espejos. Bien vale compartir la mirada, mirando y siendo mirado, interpelación en medio del inquietante laberinto. Ética y estética juntas en el mundo tan contin- gente como efímero de nuestra experiencia posible. La disciplina y la ascética señalan el camino procesual de una dialéctica abierta definitivamente al Uno, a la Verdad, al Bien y a la Belleza. He aquí los referentes clásicos.
Román, más acá, más allá y al mismo tiempo que el vitalismo órfico, las cosmogonias griegas, el espiritualismo matemático, ascético y mistico de Pitágoras, el diálogo platónico, la obediencia y encantamiento de la escolástica - pange lingua gloriosi corporis misterium ("Canta, oh lengua, el mis- terio del cuerpo glorioso", Tomás de Aquino), la fascinación de Luca Pacioli y el torbellino inaca- bable de una realidad convocando asombros, se sienta a la mesa y cincela instantes y modelos, con su particular ascética y disciplina, cuando ya "no lo turba la fama, ese reflejo de sueños en el sueño de otro espejo, ni el temeroso amor de lo discreto. Libre de la fatuidad y del exceso, labra con sus manos las materias, como si ellas mismas pudieran recuperar su condición de estrellas" (J. L. Borges).
José Segura Munera
Doctor en Filosofia y Ciencias de la Educación
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