Esculturas (Ana Lilia Martín/Román Hdez), Ibercaja, Valencia, octubre-noviembre 2001
Esculturas (Ana Lilia Martín/Román Hdez), ed. Ibercaja, Valencia, octubre-noviembre 2001
El espacio escultórico de Ana Lilia Martín y Román Hernández
Roberto A. Cabrera
1
Borges constató, en una página memorable, que ya apenas quedan lectores, en el sentido ingenuo de la palabra, sino críticos potenciales. Los lectores se han limitado, según Borges, a ensayar una “distraída lectura de atenciones parciales”, a cuya ética subordinan la emoción que procura el goce inocente de una obra. Creo justificado trasladar esta idea al espacio del arte, donde el aserto de Borges, según puede comprobar el lector, se revela con total pertinencia. La obra de arte, por definición, es un gesto inefable. Ante la manifestación de este gesto, el espectador sufre la tentación de atender parcialidades, de buscar (al decir de Unamuno) tecniquerías, filiaciones eruditas y otras observaciones justicieras que dictaminen si la obra en cuestión tiene carta de ciudadanía o no en la república de las artes. Estas etiquetas, que el espectador se apresura a coleccionar, inhiben, quizás, una lectura global y lúdica, sensible a la emoción de quien contempla la obra. No pretendo negar la legitimidad de la crítica artística; aspiro a señalar sus riesgos, de los que acaso me vea libre no siendo, como adelanto ya a mi lector, un crítico de arte. Las líneas que siguen esbozan impresiones diversas, lecturas (¿parciales?) que no elevaré, imprudentemente, a la dignidad de juicios doctos y autorizados. Me propongo iluminar mi experiencia de una obra. Queda el lector obligado a indagar la que le es propia.
2
Varias coordenadas definen el espacio escultórico de Ana Lilia Martín: la fascinada recreación del cuerpo humano; el fragmento elevado a totalidad; la disolución de la frontera entre lo antiguo y lo moderno, perseguida por la mano que modela, en deuda con el espíritu de la Italia renacentista, cuya estética reescribe. Estas líneas forman el eje vertebrador de una obra que se ha iluminado a sí misma, ajena a la servidumbre de escuelas, con una fidelidad atestiguada desde sus primeras piezas. Lo antiguo pervive en ellas, alienta con su luz recuperada las formas, las pátinas gastadas, los volúmenes, los rostros, desesperados, insomnes, aun grotescos, barro primordial que la arquitectura visible del alma anima, rostros sometidos a variación, inventariados, como si se deseara catalogar la huella que el albur de las emociones graba en ellos. Se ha ponderado de la música la sublime ambigüedad de su lenguaje. Acaso estos rostros participen de una condición análoga y sean las emociones representadas un horizonte irreductible a conceptos.
3
Las esculturas de La casa de Adán (1994), tal vez la serie más lograda –desde la perspectiva de un conjunto germinado en torno a una idea seminal–, recrean un mito de verdad implacable. Schopenhauer lo estimaba por la marginalidad que ocupa en el seno del optimismo judaico. Su elogio no es extraño. El mito de la Caída, que expone sin ambages la condición miserable de la vida, descrita como una condena, un valle de sufrimiento y de angustia, representa alegóricamente la verdad pesimista de su pensamiento. Antonio Averlino “Filarete”, en una página asombrosamente ingenua de su Tratado, especula sobre el origen de la arquitectura y ensaya la hipótesis de atribuirlo a Adán proscrito, quien, sometido a la inclemencia, debió ser el primero de los hombres impelido a construir una morada. Es posible trascender la ingenuidad de estas líneas. La alegoría no es vana. Cabría preguntarse si hemos logrado habitar la casa de Adán, o si ésta fue erigida alguna vez. ¿No es, acaso, toda cultura, todo esfuerzo civilizatorio, tentativas, consumidas por el fracaso, de levantar la morada del hombre? Los rostros que Ana Lilia ha modelado, el desamparo de sus cuerpos, la angustia de sus gestos testimonian el horror de la orfandad primigenia, pero queda la duda de si ese horror nos ha abandonado alguna vez y no sea la morada sino la imagen de un anhelo irrealizable.
Es sabido, desde antiguo, que un querubín guarda con la llama de una espada el camino del árbol de la vida.
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La disolución de la frontera entre lo antiguo y lo moderno que aprecio en la escultura de Ana Lilia Martín, y que he indicado como uno de los ejes fundamentales de su propuesta, adquiere en la obra de Román Hernández mayor audacia y radicalidad. El escultor nos desconcierta con la reunión de estratos heterogéneos: la policromía barroca (de cuyos excesos da cuenta la imaginería católica) convive con estudios geométricos en los que se respira el aliento innovador de los talleres de la Bauhaus; los colores primarios que visten figuras euclidianas dialogan con fragmentos de cornisas clásicas o barrocas, clavos romanos, péndulos y plomadas que el escultor ha rescatado de rastrillos y tiendas de antigüedades; arcos, bóvedas, pátinas envejecidas son el imprevisto escenario para el vuelo de figurillas investidas de esa luz que vive en la mano de los niños. Rocío de la Villa ha señalado esta circunstancia cuando elogia de Román Hernández la afortunada capacidad para tender puentes que comunican el legado histórico con la contemporaneidad, ofreciéndonos la tramoya del artificio barroco y sus maniquíes en desconcertante alianza con motivos de resonancias surrealistas, o cánones medievales transfigurados bajo la luz del expresionismo. Esta negación de los límites cronológicos (con sus anacronismos manifiestos), esta vulneración de las fronteras espirituales, que amenazan con la heterogeneidad y la fragmentación el discurso ininterrumpido que la modernidad pretende, conversa con otros elementos que iluminan la obra. Rocío de la Villa menciona algunos: la “poética de lo siniestro” (que hunde sus raíces en la imaginería barroca, cuya católica complacencia en el tormento y sus huellas no es preciso documentar), la exploración del problema (principal en otro tiempo) de los fundamentos geométricos de la representación del cuerpo humano. Yo añadiría el juego de la distancia irónica, la decidida voluntad de transgresión, el humor negro, la afición por la materia sensible a la herida del tiempo (el óxido, la madera vejada, el barro), la melancolía que inspiran sus meditaciones plásticas sobre la inanidad de toda medición, de toda ratio que armonice al hombre con la geometría (¿humana, demasiado humana?) del universo.
Puerto de la Cruz, agosto de 2001
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